Había llegado a Montevideo en el mes de julio, llovía con intensidad sobre el Aeropuerto Internacional de Carrasco y sintió —cuando puso los pies en la tierra— que el Uruguay era de un gris agresivo, limpio y sustancialmente triste. Viajó en silencio en la parte trasera de un taxi, no por antipatía, sino porque la mampara le parecía una interferencia infranqueable. El camino le mostró el perfil más bello de la ciudad, la rambla montevideana que no lucía sus mejores galas debido a la tormenta que golpeaba con fuerza toda la costa del Río de la Plata. Llevaba las indicaciones de Daniel en el celular, y el taxi lo dejó en la puerta de la pensión de la calle Misiones. Revisó la cama ruinosa antes de dejarse caer en ella y mirar el techo durante una veintena de minutos. La lluvia se escuchaba con una claridad sorprendente y se levantó para verificar que no se estuviera inundando la habitación. El sonido provenía de un pequeño patio interior, inaccesible pero observable desde la ventanita con barrotes. Las rejas de los vecinos dibujaban un lacrimoso recorrido de óxido en las paredes centenarias y el frío se colaba por las destartaladas tablas del piso. No durmió esa noche porque los sueños no se podían materializar en el frío. De pronto un escenario empezaba a configurarse, pero un miedo aterrador lo destrozaba a manotazos. Se sentaba en la cama sabiendo que el abrigo era corto y la noche larguísima.

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